Para darnos cuenta de que el tiempo es relativo, no hace falta estudiar a Einstein. Basta con recordar lo mayores que nos creíamos cuando éramos adolescentes, y lo jóvenes que nos sentimos aunque peinemos canas.
He aquí un ejemplo:
¿No les ha pasado alguna vez que miran a otra persona de su misma edad y piensan: "¡Seguramente yo no parezco tan vieja!"?
Bueno, lean esta historia:
Mi nombre es Alicia Smith y estaba sentada en la sala de espera del odontólogo para mi primera consulta con él.
En la pared estaba colgado su diploma, con su nombre completo.
De repente, recordé a un muchacho alto, buen mozo, pelo negro, que tenía el mismo nombre, y que estaba en mi clase del liceo, como 30 años atrás.
¿Podría ser el mismo chico del cual yo estaba secretamente enamorada?
Pero después de verlo en el consultorio, rápidamente deseché esos pensamientos. Era un hombre medio calvo, canoso, y su cara estaba llena de arrugas, y lucía muy viejo como para haber sido mi compañero de clase.
Después que examinó mis dientes, le pregunté si había asistido al Liceo Morgan Park.
¡Sí, sí!, sonrió con orgullo.
Le pregunté: ¿Cuándo te graduaste?
Me contestó: En 1975. ¿Por qué me lo preguntas?
Y yo le dije: ¡Tú estabas en mi clase!
El me miró detenidamente...
Y ENTONCES, ESE
FEO,
CALVO,
ARRUGADO,
GORDO,
BARRIGÓN,
CANOSO,
DECREPITO,
INFELIZ,
HIJO DE SU PUTA MADRE,
ME PREGUNTÓ:
¿QUÉ MATERIA DABA USTED, PROFESORA?