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Peto
Vaya... lo siento.
Mi primera pérdida traumática también fue de un perro. Yo creo que aunque es triste, nuestros animales, al irse, nos insinúan, nos enseñan, nos preparan para los golpes más duros que da la vida. Yo nunca había sentido tanto la muerte de nada ni nadie hasta que murió mi padre.
Ya hace 15 años de esto último y, desde el principio, luche por aceptar una verdad que, aunque cruel en sus efectos, es también verdaderamente hermosa. Tuve la suerte de llorar a mi perro y tuve la suerte de llorar a mi padre. Yo creo que la pena que nos dejan los que se van es proporcional a lo que se hicieron querer. En ese sentido estoy infinitamente agradecido a aquel perro, y por supuesto, y a un nivel que deja el anterior en anecdótico, a mi querido y añorado padre, por haberme roto el corazón de semejante manera. Es mérito suyo que al escribir esto se me haga un nudo en la garganta. Por ello les estoy eternamente agradecido y les envío todo mi amor allá donde estén.
Todo termina. Afortunados los que tenemos la suerte de lamentarlo.
Yo tengo una perra de 9 años, una gata de 13. Mis hijos son jóvenes, pero si no son estos dos, serán los siguientes los que les den esta dura lección que me parece tan necesaria. Las mascotas nos enseñan a querer, a cuidar, a responsabilizarnos, pero no menos importante, a perder, a renunciar, a asimilar lo irreversible.
Cuando a mi suegro se le murió su pastor de Brie, renunció a tener más perros por no tener que perder otro. Yo siempre tendré perro. Y espero lamentar cada pérdida como la primera.