[Esta es mi visión de cómo sería la vida real, si les dejáramos a algunos que yo me sé. Espero no haberme pasado con la extensión; en ese caso aceptaré humildemente la reprimenda del moderador.
Que os guste.]
Ése día, Faustino se levantó de buen humor y resolvió comprarse un libro.
Buscó una librería, paseó pasillos, revolvió estantes, tocó lomos, olió papel nuevo y eligió, contento, el instrumento de sus próximas alegrías.
Fue a la caja, esperó cola y pagó. Antes de entregarle el libro, la dependienta extrajo del vientre del mostrador una carcasa metálica del tamaño del libro. Tenía una bisagra en el lomo y una cerradura automática sin llave en el otro canto. Las tapas estaban vaciadas, de suerte que al encastrar el libro la portada y la contracubierta quedaran visibles. Un led, un lector de huellas, un minúsculo display y una botonera elemental con los 10 dígitos advertían de la naturaleza tecnológica del ingenio.
La señorita introdujo el libro en la carcasa y la cerró con un clic sordo y mate.
–Aquí tiene, señor– dijo con profesional amabilidad. –Listo, su libro con DRM.
–¿Disculpe? ¿Qué ha dicho? ¿Deerrequé?– preguntó Faustino, sorprendido.
–DRM, señor. Significa “Dispositivo Rematadamente Mortificante”. Es por su seguridad, para que usted pueda leer su libro con total tranquilidad.
–No, si yo tranquilo estoy– dijo Faustino, algo amolado. –Lo que ocurre es que no entiendo nada. ¿Cómo voy a hacer para leer el libro si esto que le ha puesto está cerrado?
–Nada más fácil Vea: ahora le voy a dar una tarjetita con los datos de una empresa. Va usted allí, se registra, y listo. No tarda nada, ya verá.
–¿Empresa? ¿Registro? Señorita, tiene suerte de que estoy de buen humor. ¿No me estará tomando el pelo?
Las respuestas vacías siguieron a las preguntas inútiles y el ánimo de Faustino se oscurecía según buscaba la dirección de la empresa registradora. Releyó la tarjeta: “Adobo, S.A. Calle del Flash, núm. 10.2”. Cuando llegó allí vio que la empresa ocupaba varias oficinas del entresuelo; concretamente las puertas rotuladas con las letras P, D y F. Entró sin llamar, esperó cola y un empleado displicente recogió el libro que inquisitivamente blandía Faustino.
–A ver, ¿tiene ficha?
–¿Ficha? Err, no, yo sólo venía a que me expliquen cómo puedo leer este libro que me acabo de comprar.
–Ya veo. Venga, deme sus datos. DNI, dirección, correo electrónico... ¡ah! y el ticket.
–¡Pero si yo no quiero más que leer el libro! ¿Qué datos ni que niño muerto le tengo que dar?– protestó Faustino, atónito.
–¿Quiere leer el libro, sí o no?– preguntó secamente el empleado. –Si quiere leer, me da los datos. Si no, usted mismo.
Faustino transigió, siquiera como fugaz homenaje al buen humor que, por momentos, se evaporaba en negras volutas que se recogían sobre su cabeza.
–Bien. Y ahora su teléfono, por favor– inquirió el funcionario.
–¡Por el amor de Dios! ¡El teléfono también!
–Naturalmente, señor. ¿Sino cómo íbamos a poder ofrecerle nuestras sucesivas actualizaciones, que, para su seguridad y bienestar, mantendrán su carcasa totalmente actualizada?
–Y maldita la falta que le hace– escupió, más que habló, Faustino. Suspiró y recitó el teléfono.
–Muy bien, señor: le voy a explicar. Ponga el dedo aquí: en el lector de huellas. Muy bien. Ya está. A partir de ahora, sólo usted podrá leer el libro.
–¿Cómo dice? ¡Si también lo quiere leer mi mujer! ¿Qué me está diciendo?– preguntó, casi furioso, Faustino.
–Pues lo hubiera pensado antes, buen hombre; pero en ese caso tendría que haber venido su señora. Continúo con la instalación de la carcasa: a partir de hoy tendrá que decirle al aparato cuáles son las cinco ubicaciones en las que va a leer el libro.
–¿Ubicaciones...? ¡Santo Dios...!
–Naturalmente. Por ejemplo: usted va a su casa, a su sillón favorito, pone la huella, y teclea el código 666. Entonces el led se vuelve verde, la carcasa se abre, y ya puede leer en su sillón favorito. Así hasta cinco sitios. Fantástico, ¿no? Por cierto: no intente quitar el libro o la carcasa se cerrará para siempre. Y tenga en cuenta que al abandonar el sillón, la carcasa se cierra automáticamente. ¡No se pille los dedos! ¿Me ha entendido, señor?– El empleado fijó su mirada condescendiente en Faustino.
–Ya.– Faustino reprimió un leve temblor de mandíbula. –¿Y si me mudo de casa, qué? ¿Mis cinco sitios ya no valen? ¿Y si cambio de sillón?
–En cualquiera de esos casos, señor, tendrá que comprar el libro otra vez. Pero no pasa nada. Vuelve por aquí y se lo arreglamos enseguida.– Y con la actitud de quien ha dado por terminada la conversación, agregó: –¿Puedo hacer algo más por el señor?
–Sí, joven, sí que puede– dijo Faustino tras coger aire, con recuperada calma y exquisito tono. –Si es tan amable, se puede meter el libro por el culo. Con la carcasa, si hace el favor.
Y dando la espalda, se fue, alegre, dejando una estela de nubes negras revoloteando en las oficinas P, D y F.