AMOR.
Te añoro, sí, amada, mientras escribo, a ti. A ti te escribo y a ti te nombro, mi cómplice perpetua, compañera fiel, mujer de alma multicolor, pechos turgentes y sexo perfumado.
Cuando entramos en la habitación del hotel, quizás sólo era la lascivia lo que nos movía, títeres nosotros de un guiñol de carne. Pero en seguida me acariciaste, susurrante, despojándome de la ropa despacio, lamiendo mi cuerpo desnudo que se ofrecía a tu deseo como naranja ya pelada a la boca de un sediento anhelante de agua y frescura. En el desierto, brotaron tupidas alamedas, henchidos de savia recién nacida los troncos y tallos emergentes, retando al inexorable sol de la seca vida rutinaria.
Trazaban tu lengua y tus labios mojadas veredas sobre mi piel, igual que los caracoles dejan el rastro de su andar sobre el mármol de las tumbas. Dado que los caminos de la carne llevan también a una Roma epicúrea, y aparentando casualidad, llegó a mi pene el rumbo del húmedo destino de tu boca. Durante la felación, yo era feliz, allí de pie; agarrando tus cabellos negros de noche sin luna, pensé que hundía mis dedos en un balde de alquitrán gelatinoso y refrescante. Ávido de acción, ansiaba que nos acostásemos, para, penetrándote, desflorar mágica y potentemente al conjunto de las vírgenes del mundo, convirtiendo a mi falo en campeona lanza rompedora de hímenes escondidos.
Precediéndote en la cama, relajado bien que expectante, era yo el espectador absorto en la representación. Al dejarme contemplar cómo paso a paso te deshacías de tu escaso atuendo, te deseaba tanto que no creo que nada hubiera podido cambiar tu lugar en mi mente y en mi ánimo. Habría matado, si alguien hubiera roto la maravilla del momento, querida mía, habría matado, sí, y habría bebido la sangre del procaz profanador.
Yacentes los dos por fin, revolcándonos, descubriendo secretos recovecos de nuestros cuerpos, los segundos se me hacían eternos, mordiéndote, comiéndote, tratando de lograr que sintieras lo mismo que yo; lo conseguí, pues estábamos predispuestos a amarnos cual nunca nadie se amó. Nadie y nunca, bien lo sabemos tú y yo. Porque está claro que, para entonces, aunque la lujuria desmañada y zafia aún permanecía en el ambiente, había hecho acto de presencia el ángel del amor en nuestro encuentro, en la confluencia de los senderos de nuestras vidas. Te pregunté si veías al querube, me dijiste que sí, que sí, urgiéndome a que siguiera embrujándote, al haberte atraído con mi fascinante luz fosforescente; caída en la red, querías que terminara la faena, haciéndote mía, ensartándote en la argolla de mi cintura para siempre, cazada perdiz, engarzándote en la corona de mi vida por toda la eternidad.
Cuando inicié la cópula, tras la primera embestida que quise que fuera brutal, elemental y animal, te pregunté si me querías y, algo dolorida, dijiste también que sí, varias veces, con voz ronca entrecortada por el placer. Ingrávida, eras la fruta madura y henchida, en la oscilante rama del peral limonero, yo desde abajo te comía a dentelladas, hambriento insaciable, gozoso, lúbrico, fauno tuyo, hembra mía primordial, caliente y salida.
Compartimos el orgasmo, tú la montaña cónica y mi glande el fuego, nos transmutamos en volcán furioso, destructor y tremendo, capaz de fundir al mundo y hacer desaparecer la realidad. Gritaste fuerte, y en ese bramido salvaje estaba el sonido de la tormenta oceánica, el de un trueno con vocación de eternidad y omnipresencia. Sentí la explosión de placer fluir por mis venas, la droga más vital y de efecto más rápido que pueda existir; santo grial de esmeralda, rebosante de licor esencial y prodigioso que apuré hasta la última gota... Y después permanecimos los dos abrazados, sudorosos, cansados y felices, rezumantes, tal queda la arena de la playa cuando se recoge silente y rauda la marea vespertina. Nos sentamos en el lecho y encendimos sendos cigarrillos, fumando sin hablar y sin dejar de acariciarnos mínimamente en la penumbra que olía a semen y a humor vaginal calientes, amada.
Luego pasaste al cuarto de baño, oí el ruido de la ducha; saliste vestida, un tanto distante, oliendo a colonia fresca, tu pelo brillante por el agua del previo oleaje; de seguro que tu piel aún sabría a sal, podría jurarlo... En el verano, se llevan pocos atavíos, yo te seguía viendo nuda y ardiente, vislumbrando tu íntima condición a pesar de la mendaz apariencia. Tras la leñosa y dura cáscara adiviné tu tierna, jugosa y lechosa condición de almendra blanca y en sazón; por eso sé que, estés donde estés, me añoras, mi pobre niña. Entiendo al mundo y sé de sus intrincados vectores, magnitudes y parámetros universales. Ni mi psicólogo acaba de creerme, pero veo y siento cosas que a otros se les escapan; huelo la muerte acechante, oigo distancias y paladeo amaneceres. Distingo lo imperceptible.
Intuyo que nunca me olvidarás, y redacto y anoto esto para recordarte, pues no conozco siquiera tu nombre, querida. Lacónica, me dijiste el precio, te pagué con creces, abriste la puerta y te fuiste. Atónito, sin tener apenas conciencia de lo que hacía, antes de ducharme y abandonar a mi vez la estancia, prendí otro rubio, y con el mando a distancia puse en marcha el televisor. Vi dibujos animados, mi amor, eran los Simpsons...
© Faisanes.
24-8-00.