"...Para el caminante, un pueblo quiere decir: un bar en el que sirven capuccino y tarta con mermelada de arándanos. El redesayuno es ese placer de la segunda hora de caminata, esa carga de cafeína y azúcar que a mí me pone hablador y cantarín, y me distrae en el siguiente tramo de caminata aburrida por el asfalto de una carretera comarcal. Me pongo a cantar
los hermanos Pinzones
eran unos marineros
que se fueron con Colón
que era otro marinero
y a S. le hace gracia. Lo bueno de aprender otro idioma es que descubres rimas tontas que en el tuyo dejaron de hacerte gracia a los ocho años, y S. se ríe cuando le canto
y los indios motilones
les cortaron los caminos,
y una india muy maja
a Colón le hizo una pipa.
Aprender otro idioma es la manera en que un adulto puede reírse otra vez de todo como si fuera nuevo, y se le permite. Ese otro idioma es aún poco automático, poco predecible, sin expectativas. S. va descubriendo las expectativas del castellano, va registrando las soluciones previsibles, y cuando descubre un desvío en ese camino, se ríe. Cuando la palabra que va a rimar con Pinzones empieza por mari-, el cerebro de S. ya tiene una expectativa, y cuando la palabra termina con -neros, ella descubre la trampa y se ríe. Cuando descubrimos una quiebra en la lógica, se activa una zona cerebral que los bioquímicos llaman central de detección de errores. Es una reacción de supervivencia, un aviso: eh, ojo, algo no cuadra. Entonces se dispara una señal que activa la segregación de dopamina: una recompensa. Esa hormona nos inunda el cerebro y nos da sensación de placer, de regocijo, incluso nos hace reír. Eso es la risa: un azucarillo que nos regalamos a nosotros mismos para felicitarnos por lo listos que somos, por lo bien que reconocemos las trampas.
Luego nos hacemos mayores, nos ponemos estupendos y exigimos quiebras más elaboradas y menos previsibles para reírnos. Somos unos listos..."