Los pantalones
La rutina de todos los días. Bajo las escaleras en un estado similar al sonambulismo. Si me preguntaran, ni siquiera sería capaz de recordar el número del autobús que me ha traído hasta aquí. Y sin embargo, me acuerdo del rostro de esa mujer de ceño fruncido que no dejó de mirarme durante el trayecto. No le gustan mis pantalones rojos. ¿Cómo los llamó la chica de la tienda, ahora que ya tiene confianza conmigo? Ah, sí, rojo putón.
La confianza da asco.
La escalera que baja hasta el Metro es ancha, pero poco iluminada. Debe ser por la campaña de ahorro de energía. No recuerdo que hubiera esos azulejos tan horribles. Verdes. Pero no de un verde relajante, primaveral. No. Ese verde es tan agresivo como puede serlo el rojo de mis pantalones.
El último tramo desemboca en el andén F, sombrío y ruidoso, como cada mañana. Mientras desciendo apresurada, una mano invisible estruja mi pecho, mi estómago, mis tripas. Siento arcadas, y me detengo, con los ojos muy abiertos. Una intensa sensación de náusea me recorre el cuerpo entero, y me doblo sobre mí misma. No es un mareo. Es terror en estado puro lo que siento. A los ojos de cualquier espectador, bien podría parecer que voy a vomitar. Detrás de mí, unos pasos se detienen. Alguien se ha acercado para ayudarme, pienso. Levanto la cabeza para encontrarme con unos ojos oscuros. Arriba, a unos diez pasos hay un hombre, de unos setenta años, con el cabello canoso y encaracolado. Hay algo amenazador en su aspecto, aunque no sabría definir qué es. Parece tan corriente. Me apoyo en la pared y él desciende dos pasos más hacia mí. Alguien sube apresuradamente. Oigo maldecir al viejo, que da media vuelta y se aleja escaleras arriba, demasiado deprisa para lo encorvado que estaba hace un momento. Noto como la sensación de náusea va cediendo poco a poco.
Mareada y un poco ida, sigo bajando. Arrastro los pies. Sin embargo, algo no está bien. No soy dada a premoniciones, pero hay un escalofrío asentado en la base de mi cuello, y no desaparece ni siquiera cuando me subo al Metro. ¿Peligro? Yo no creo en esas cosas.
Las oficinas están en un edificio grande, lleno de puertas. A esas horas de la mañana muchas de esas puertas permanecen cerradas, pero de todos modos puedo oír bullicio en la planta superior. Son las chicas de la Asesoría Rivalta, que ya han llegado y cotillean con la puerta abierta. Su mayor diversión cada mañana es analizar la ropa que llevamos los demás, y a ser posible, calcular cuánto nos ha costado… Cómo no, se fijan en mis pantalones. Rojo putón. Hoy me toca a mí.
Nunca me había dado cuenta, pero estos pasillos de decoración anticuada se parecen un poco al edificio donde me crié, antes de que lo remodelaran. Horrible. Y tiene tan poca luz… ¿Es que hoy todos se han propuesto ahorrar en bombillas?
Y de repente, le veo. Es él. Y me está mirando. ¿Qué hace aquí ese hombre?
La sensación de peligro sube hasta mi garganta de golpe, y cierro con fuerza las mandíbulas para ahogar el grito. Sin detenerme un instante, corro a la oficina y me meto dentro. La puerta se cierra detrás de mi espalda. Entonces oigo su voz.
—Bien, bien… enciérrate.
Helada, doy dos vueltas a la llave y me aparto. Veo todo rojo, como a través de un velo. Por un momento temo que vaya a derribarla, o que la abra con ayuda de alguna triquiñuela, pero no sucede nada. Tardo en recuperar la compostura, y me acerco a la mirilla. No hay nadie.
Por si acaso, no la abro. Esto no es una película.
No hagas nada, quédate donde estás hasta que vengan los demás.
Cierro los ojos y trato de tranquilizarme concentrándome en mi respiración. No funciona, pero al menos pasa el tiempo y empiezan a llegar mis compañeros. La curiosidad me puede y les pregunto si han visto a alguien extraño en el corredor, describo metódicamente a mi acosador. Nadie parece haber advertido nada raro. Alguno incluso me mira raro.
Me esperan una pila de pedidos que no puedo retrasar, así que me pongo a ello. Una de mis compañeras hace un comentario sobre mis nuevos pantalones rojos, pero no respondo. No estoy de humor. ¿Por qué tarda tanto en cargarse este dichoso programa de facturación? Parece que los hagan ex profeso para que se ejecuten tan lentamente. No le conozco. No le he visto jamás. María me deja otro fax encima de la pila de pedidos. Chile. Y seguro que sin referencias. Podría ser cualquiera. Esto es un edificio de oficinas. Podría venir a hacer cualquier gestión. Estoy paranoica. Maldigo para mis adentros y comienzo a teclear. El logotipo de esta compañía destaca en la hoja como una señal de peligro. Rojo. Dos hojas llenas de cifras tan diminutas y estrechas que ganas me dan de tirarlas a la basura, ¿por qué no usarán una fuente estándar? Esa voz. No, no le conozco. Seguro que no le conozco.
Intento no pensar en el momento en que tenga que salir, para almorzar o para volver a casa. Me estoy obsesionando. Mientras tomamos el café, a media mañana, los demás me aseguran que es producto de mi imaginación. Nadie sería tan tonto como para seguirme a un edificio lleno de gente entrando y saliendo.
Me acerco a la ventana con la taza en las manos. Una parte de mí teme verle allí abajo, esperando. Pero no hay nadie. Eso me alivia. En el cristal, bastante limpio teniendo en cuenta la llovizna de los últimos días, me veo reflejada. Pálida, un poco deformada. Los dichosos pantalones rojos destacan incluso en el reflejo. Empiezo a arrepentirme de haberlos comprado, con lo poco que me gusta a mí llamar la atención.
A la hora del cierre, una de las chicas se ofrece a acompañarme hasta la entrada del Metro. Lo hace por cortesía, sé que no cree que nadie vaya a seguirme de nuevo. Ni yo misma lo creo. Así que la rechazo y me quedo en mi puesto, dejando que se vayan todos. Siempre soy la última, la que se queda hasta el final, apaga los equipos y cierra todo. Es una rutina como otra cualquiera.
Ella se despide desde la puerta. Ni siquiera soy consciente de ello, hasta que oigo un crujido, y se activan de nuevo todas las alarmas de mi cuerpo. De un salto estoy junto a la puerta, y hago girar la llave, dos vueltas de seguridad.
Una carcajada resuena en el pasillo vacío.
—Eso, eso… enciérrate.
Retrocedo. Mi respiración se ha acelerado, es más bien el jadeo de un animalillo aterrorizado. Vuelvo a ver a través de la neblina roja. A tientas, cojo el móvil y marco el número de la policía. No me atrevo a atisbar por la mirilla, prefiero arriesgarme a que sea una falsa alarma y quedar en ridículo ante los policías que volver a acercarme a esa maldita puerta…
Y entonces me fijo en el picaporte. Está girando. ¿He cerrado la puerta o la he abierto…?
Un paso atrás, dos. Deprisa. Más deprisa. Tropiezo.
Veo todo rojo.
No suelo gritar. Soy una persona mesurada y contenida. Soy... Pero cuando la puerta se abre unos dos milímetros, suelto un grito desgarrador que taladra los tímpanos.
Caigo. Caigo. Caigo irremisiblemente en la cama. Abro los ojos con un grito terrible, con una voz que no parece mi voz.
Lo primero que veo, son esos pantalones, doblados sobre una silla, esperándome.
Voy a devolverlos.
Ya.