Además de esta novela de 800 páginas, Antigua Vamurta - Saga Completa, de la trama cuelgan una serie de cuentos no incluidos en el libro. En estos próximos días voy a publicar aquí tres de ellos, dos cortos y uno largo.
EL CANTO DE ULAM (1º PARTE)
—Ulam… Ulam, ¡despiértate! —dijo su padre.
Hasta por la mañana hacía calor ese verano. Oyó el revuelo de las gallinas cuando el viejo cruzó el comedor, en el que también dormían. La luz entraba limpia, muy clara, por la puerta que el hombre había dejado abierta al salir. Ulam bostezó y saltó del camastro, dispuesta a devorar el pan con aceite que le había dejado sobre la mesa. Dio un manotazo a una de esas gallinas atrevidas que había osado acercarse a su desayuno y con la camisola se secó el sudor de la noche. Cuando acabó la comida, salió al patio trasero para saber qué podía esperar de aquel nuevo día. Allí estaba, solo, sentado sobre una gran raíz, arreglando uno de los lazos que de vez en cuando les proporcionaban una sabrosa perdiz de bosque.
—Buenos días —saludó con voz soñolienta.
—Hija, hoy hay que ir al bosque. Casi no nos quedan hierbas.
Era verdad, en la despensa de la casa los ramos de plantas medicinales había ido desapareciendo, vendidos junto a los huevos y la caza en el mercado de Verdela. Debía volver al bosque a por más. Ulam no se quejó. A sus ocho años bien sabía que sin las monedas del mercado no había bocado en su casa. Y ella era hija única, desde que un mal parto se había llevado junto al dios Onar, a su hermano y a su madre, a la que no conseguía recordar.
—¿Podré jugar?
—¿En el bosque? No. Ya sabes lo que se cuenta. —Su padre guardó silencio, sus enormes manos intentaban cerrar un nudo de cuerdas delgadas—. Ya jugarás cuando vuelvas. Y acuérdate de la comida.
Ulam volvió a la choza y se calzó sus duras alpargatas. Había que partir pronto, pensó, pues el calor del mediodía no le gustaba. Cogió su flautín y se despidió de su padre. Atrás quedaron las casas del pueblo, muchas abiertas para dejar pasar el poco aire de aquel verano. Siguió el camino del sur, estrecho y polvoriento. Atrás dejaba su pequeña aldea de casitas de piedra y cal, aplastadas las unas contra las otras, como un rebaño de ovejas. Casas de payeses y humildes artesanos del corcho y del vidrio organizados alrededor de la plazoleta del pueblo, donde sobre la arena se levantaba un sencillo altar a Sira, quien velaba por la bondad de las cosechas.
A su izquierda veía los naranjos cargados de fruta, y a la derecha del camino, los campos de trigo, a punto para la siega. Ulam se sentía feliz aquella mañana, para ella el bosque era un laberinto en el que a cada recodo podía hallar un pequeño tesoro. Luego, cuando hubiera recogido suficiente artemisia, hinojo, salvia y con suerte algunos tallos de lavanda, podría volver y preparar la comida. Cuando llegara la tarde, por fin, saldría a buscar a sus amigos para ir a la orilla del río, allí donde los baños alejaban por un tiempo el verano.
Ulam podía oler el bosque, que se extendía hasta donde no llegaba su vista, hacia el sur y hacia el norte, en territorio murriano. Un enorme bosque de pino y encinas, de matojos duros y suaves lomas de laderas gastadas, que hacían que la arboleda pareciese, vista desde lejos, un mar dormido.
Entró en él, empezando a recorrer sus cámaras invisibles a la búsqueda de hinojo. Al abrigo de las encinas, el sol era clemente. Brisas surgidas de la nada recorrían su húmeda piel gris, refrescándola. Anduvo de aquí a allí, dando tumbos, pendiente de entrever las llamas lilas y amarillas de las flores sobre el manto aguado de los matorrales. Cerca de un pino viejo, consiguió un ramillete de artemisia, pero aquel día la suerte le era esquiva. A media mañana, con el sol alto filtrándose entre los ropajes de los árboles, apenas había reunido unos pocos tallos. Se había aventurado lejos de los confines de la fronda y no sabía exactamente dónde se hallaba, aunque resultaba claro cómo volver a casa, siguiendo el camino opuesto al sol. Cansada de tanto andar, se sentó sobre una roca que irrumpía desnuda desde el suelo. Miró a su alrededor, dejando vagar su mirada entre ese ejército mudo de troncos rectos y brazos abiertos de un verde oliváceo. Acercó el flautín a sus labios, mojando un poco su madera seca. Las primeras notas se elevaron suaves entre las hojas, perdiéndose en el corazón del bosque. Tocó, hizo que la caña de su flauta vibrara con dulzura, tocó, enlazando las melodías que se sucedían unas detrás de otras hasta que el tiempo desapareció a su alrededor.
El sol del mediodía alcanzó su cenit. Se dio cuenta, al abrir los ojos, que volvía a sudar. Dejó su pequeño instrumento apoyado en la roca y levantó la cabeza. La miraban entre las encinas que tenía enfrente. Ulam se incorporó de golpe y agarró su flautín como si de una daga se tratara. ¿Qué eran? Antes de que sus piernas empezaran a alejarla de allí sonaron, alegres, las notas de otra flauta. No sabía qué hacer. Se disolvió aquella melodía y de entre aquel grupo brotó un nuevo cántico, y otro lo siguió a continuación. Veía, ante ella, una hilera de seres, de animales cubiertos con túnicas de color tierra y collares de cuero de diferentes gruesos como único atavío. Animales de piernas parecidas a las de los hombres, erguidas. Debía salir corriendo pero la curiosidad la retenía. Sus cabezas eran en algo similares a los cráneos de las gacelas meridionales, pero prácticamente carecían de pelo y sus labios eran finos y sonrosados. Se apagaron las flautas y, aún de pie, sin entender muy bien el motivo, Ulam respondió con su flautín. Mientras su música discurría suave como un riachuelo, aquellos parecían escucharla, fascinados. ¿O se lo imaginaba así?
Cuando calló, los otros guardaron silencio hasta que uno de ellos la replicó, rompiendo la tensión repentina que sintió Ulam. Los observó un poco más, dándose cuenta de que en algo recordaban a los murrianos que alguna vez había visto pasar cerca de su pueblo, en la frontera. Manos de tres dedos muy anchos, duros, cuerpos alargados y estrechos, unos pocos mechones de cabello negro cayendo hacia atrás, la frente alta. No parecían agresivos ni Ulam vio arma alguna, quizás fueran aquellos de los que se hablaba en la plaza del pueblo, en las noches de verano, cuando los vecinos se reúnen y beben naranjadas para ahuyentar el bochorno … Tras unas breves réplicas, Ulam recordó a su padre y todas las plantas que no había recogido. Hizo un gesto rápido con la mano a modo de despedida y volvió sobre sus pasos, casi corriendo. ¿Los volvería a ver? Nadie parecía seguirla, a sus espaldas le llegaba el tenue murmullo del calor en el follaje. Su cabeza hervía con tantas preguntas, estaba tan excitada que casi no se dio cuenta que ya había salido del cobijo de la arboleda.
Al llegar a casa juró no decir palabra a nadie, ¿quién la creería?, y menos a su padre, que no la entendería y del susto no la dejaría volver a aquella floresta nunca más. Quizás ahora hubiera encontrado unos que amaban la música como ella, y con quienes no necesitaba hablar. Antes de cruzar la puerta de su casa se preguntó si los seres del bosque sabrían utilizar las palabras. Incluso se preguntó si lo que acababa de vivir no lo habría imaginado. Bebió el agua fresca del cántaro y puso patatas y calabacines a hervir. Pronto llegaría su padre del huerto, y llegaría hambriento.
(FIN PRIMERA PARTE)