Hace muchos años, llamaron a mi puerta y tras abrir la puerta, vi a una chiquita, una comercial, quien luego de saludar, preguntó:
-¿Está la señora de la casa?
Y yo, de inmediato, le respondí, con una sonrisa de oreja a oreja:
-Sí. Soy yo... Dígame.
Tras aquello, la moza (mal aleccionada en su función, o no muy bien enseñada) se quedó cortada, sin decir nada; le cambió la cara. El silencio que siguió fue una cortina de hielo que (eso) congeló o rompió mi sonrisa que intentaba ser bondadosa, jocosa pero amistosa (de las de, precisamente, romper el hielo).
Tras ese mal comienzo, y vista la situación embarazosa en que había colocado a la pobre, le pedí perdón, le dije que comenzáramos de nuevo, le invité a entrar, atendiendo cuanto quiso contarme, confesándole que yo era tan comercial como ella, etcétera. No recuerdo si compré lo que vendía; sí que salió de mi casa contenta, satisfecha (le doré la píldora cuanto pude, además de enseñarle algo -en lo comercial-, cosa que hacía y seguí haciendo), aunque a mí me quedó un muy mal sabor de boca. Lo que para mí fue ingenio (quizás mal entendido por mi parte), para ella supuso un duro trance. Recuerdo aún su cara, su gesto, su sorpresa (no sé si tanto por mi respuesta como por mi sonrisa).